Mi corazón se estremeció en un pálpito emocionado cuando atravesé la puerta de aquel insigne restaurante. A pesar de los tres años que llevaba sin volver, recordaba palmo a palmo cada uno de sus rincones de madera noble con aroma de buen vino. Durante largo tiempo después de aquella mágica noche, perseveré acudiendo a una cita imaginaria en la que anhelaba fervorosamente volver a encontrarme con mi amor desconocido, aquél que tras un disfraz arrebató sin mesura mi cordura y mi razón, dejándome sumida en un torbellino de emociones que no me había permitido volverme a enamorar. Pero él nunca regresó. Sobreviví alimentándome del idolatrado recuerdo de su apuesta figura, aproximándose a mí al tiempo que descorchaba una botella dorada con seductora sonrisa, y del dulce, cálido y apasionado beso con el que enjugó mis labios permitiéndome apreciar, a través de ellos, el delicado sabor y la suave efervescencia de aquel cava con el que nos adentramos emocionados en el año venidero.
Seguí los pasos del maître y visiblemente nerviosa tomé asiento en la mesa que Lucía había reservado, a la espera paciente de que ella llegara. Volví a observar con detalle todo cuanto existía a mi alrededor. Nada había cambiado, ni siquiera yo. Como hiciera antaño tantas veces, me vi a mí misma analizando cada silueta, cada rostro, cada mueca o expresión, ajena a lo que realmente me había llevado hasta allí.
De forma súbita, el maître apareció ante mí y me sobresalté. No acerté a escuchar sus palabras, sólo vi que me tendía una esbelta copa de fino cristal portando delicadamente en la otra mano una botella dorada que me resultó familiar. Clavé mis ojos en ella y él la giró sutilmente, dejándome ver el nombre del líquido preciado que tantas veces había rememorado en sueños. En un arrebatador impulso comencé a barrer con la mirada todos y cada uno de los rincones de aquella estancia, como si intuyera la presencia de mi platónico amor. Presa de la emoción, tardé en percatarme de que alguien había dejado un paquete envuelto sobre mi mesa con un mensaje manuscrito en una pequeña tarjeta: “Al fin, llegó el momento”. Con la respiración agitada y estremecido el corazón, rasgué el envoltorio y un leve escalofrío me recorrió la nuca. Tres rosas y un antifaz. “Una por cada año de fiel espera” –pensé-.
Alguien en la penumbra se levantó y girándose con seductor talante, me sonrió. Elevó su copa y brindó por mí, por nosotros, por nuestro encuentro tan esperado…, tan deseado. Pude ver sus labios carnosos a través de las burbujas en el cristal, impregnándose del cava testigo de nuestro amor. Y sin decir nada se acercó, tomó mi rostro entre sus manos y me besó, dulce y apasionado. Supe entonces que era él. Pude reconocerlo. El amor de mi vida. Por siempre y para siempre.
Cada veinte de febrero hemos rememorado aquel día, nuestro peculiar Día de Amor y Rosas, fieles al romanticismo que el entorno nos evoca. Pero hoy ha sido algo especial. La embriagadora mezcla de amor y vino ha propiciado que fluya un revelación esencial:
– Póntela –le digo emocionada tendiéndole un paquete envuelto con toda delicadeza-. No te he visto volver a usarla desde entonces.
Oscar abre la pequeña caja con manos temblorosas.
– ¡¿Una pajarita?! –pregunta extrañado-. ¡Jamás he usado pajarita, sólo la llevan los condes y los empleados de hotel! –afirma con desprecio-.
Lo miro fijamente con el ceño fruncido y la ensoñación de su imagen de aquella noche invade mi mente.
– Aquella primera vez… -musito masticando las palabras-, tú la llevabas junto a…
Oscar palidece y su lengua trabada no acierta a hilvanar sonido alguno. Me desplomo al ver la expresión de su rostro.
– ¡Oh, Dios mío! –exclamo aturdida-. ¡No eras tú! ¡Mi amor platónico de esa noche… no eras tú!
Su profundo silencio lo corrobora. Me levanto despacio y arrastro los pies hasta encontrar un poco de aire fresco que me ayude a asimilar el engaño sobre el que he construido mi vida. Él no estuvo aquella noche. No asistió a aquella fiesta de disfraces con la que despedimos el año y en la que yo creí haberle conocido. Supo de mí por Lucía, y en un intento desesperado por complacer los dictados de su enamorado corazón, no dudó en seducirme de la única forma en que podría hacerlo, a sabiendas de que así, y sólo así, yo abriría las puertas de lo más íntimo de mi ser.
Hoy acabo de descubrir, tras quince años de amor idílico, que aquella noche lejana y feliz yo no me enamoré perdidamente de un apuesto hombre, sino de un profundo y dulce beso con un especial sabor a cava.