Llegué tarde a tu vida. Mi reloj quedó parado y calculé mal el tiempo. Horas vacías…, días vacíos…, apeada de una rueda que tú jamás perdiste. Te vi pasar. Rayos de sol pincelaron tu cuerpo y extendí mi mano para alcanzarte. Pero tu piel resbaló entre mis dedos y volví a quedar varada en puerto sin saber qué hacer. Si echar a correr… Si gritarte. Si reclamarte a mi lado atendiendo a la llamada de un corazón que me ordenaba descerebrado. Mi clamor interno y mudo te hizo girar el rostro. Tus ojos besaron los míos… y tus pupilas libaron mi boca como miel de abejas. Derramé un suspiro al aire y lo vestí de menta y canela para atraparte. Pero tu mano no abandonó su cintura, tus dedos no cesaron de acariciar su espalda ni murieron tus pasos para volver atrás… Para venir a mí.
Ella te alcanzó primero. Yo llegué tarde. Pero el amor no muere a pesar del tiempo. No envejece. Rejuvenece y se hace más fuerte mientras te alejas. Esperando. Esperando a que la rueda gire y… tal vez, solo tal vez, de nuevo pases frente a mí.