POBRE RICA

Me senté bajo la tenue luz de la lámpara del salón. Sólo eran las diez, pero estaba extremadamente cansada. Me froté el cuello con ambas manos y tracé unos cuantos movimientos circulares que me permitieran desentumecerlo para poder seguir faenando. Los niños al fin gozaban de un sueño plácido después de una llantina caprichosa por no haber conseguido aquél juguete que, al parecer, todos tenían menos ellos, y mi marido seguía en el bar, compartiendo unas cervezas con los amigos al tiempo que, casi con total seguridad,  vociferaban por los goles o los errores cometidos en el terreno de juego.

   Yo tenía que madrugar. Mi reloj sonaría a las seis de la mañana, como cada día, para cumplir con mis obligaciones caseras antes de ir a trabajar. Pero la montaña de costura amenazaba con superar la altura del Everest y ya no podía esquivarla más: rodilleras, zurcidos, bajos descosidos y remiendos varios que me permitieran estirar un año más mi ropa y la de los niños, a pesar de sus pataletas por el tiempo transcurrido sin renovar su vestuario. Las lentejas en remojo tendrían que esperar hasta la mañana siguiente, hasta el momento en que entrara en la cocina para hacer los bocadillos que solían comer en su tiempo de recreo. 

   Me recogí el pelo veteado por las canas incipientes y me lavé la cara como cada noche, atendiendo a la costumbre adquirida en esa época pasada en que podía permitirme el lujo de usar maquillaje. Encendí el televisor para sentirme acompañada, me acomodé en uno de los sillones raídos por el uso y comencé una sesión de costura que me llevaría unas cuantas horas, alternando la aguja y los hilos de colores con los sorbos de un café cargado que me ayudara a no cabecear de sueño sobre la ropa.

   Miré a la pantalla por un instante y vi la alfombra roja y el desfile de actores y actrices en la antesala de la ceremonia de entrega de los Oscar de Hollywood. Una nube de flashes les hacía lucir resplandecientes, posando para las cámaras de prensa y televisión. Vestidos de alta costura, zapatos de firma, retoques de cirugía estética para hacerlos rejuvenecer hasta límites insospechados, tocados en el pelo y joyas de un valor incalculable, posturas seductoras para incrementar su caché televisivo, limusinas impecables abarrotando las calles… Solté la aguja y observé cuanto me rodeaba. Y luego a mí misma de arriba abajo, y a través de un pequeño espejo circular que debía de haberse caído de algún neceser antiguo miré mi rostro y mi pelo recogido con descuido. Y suspiré. Una vez. Sólo una vez. Porque oí cómo aquella voz en off que salía del televisor recordaba  con solemnidad la muerte reciente de una de las mejores actrices de los últimos tiempos. Por sobredosis accidental o quizás víctima de un suicidio. Había sido encontrada en una cutre habitación de hotel. 

   Volví a coger la aguja y sonreí para mis adentros. Sosegada. Tranquila. Yo no tenía nada. Mi vida carecía de lujos, incluso a veces hasta de lo necesario para subsistir. Pero yo jamás había pensado en marcharme de esta vida de manera voluntaria, ni había sentido la necesidad de meterme nada extraño para huir de mi desgracia. ¿Cuál sería la suya para terminar así? Yo no lo sabía, ni lo sabré nunca. Pero sí que fui consciente de una gran verdad: que sus miserias, aunque lujosas, eran sin duda alguna aún peores que las mías, y que tal vez fuera ella la que alguna vez debiera de haberme tenido envidia a mí.

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