Esperé a mi hermana en casa junto a su pequeño de cuatro años, con lágrimas de emoción en mi rostro. El veredicto de inocente la exculpaba de la acusación de aquel malnacido que un día tuvo por marido; denunciarla por abuso sexual hacia el pequeño para poder obtener su custodia me pareció deleznable. Al verla llegar, di un beso de despedida al niño y lo acerqué por fin al encuentro de su madre. Él la miró, bajó la vista y, temblándole las piernas, se orinó.