Son incontables las veces en que parecemos tener claro quién es víctima y quién verdugo; a quién hemos de salvar y a quién culpar sin ninguna contemplación, a pesar de contar con elementos mínimos, los que nos brinda el hecho de ser testigos de un único suceso puntual, sin ahondar en nada más. No reparamos entonces en la probable conjunción de ambos papeles, ni siquiera en su alternancia dentro de un mismo ser. Como tampoco reparamos en la triste realidad de que cualquiera de nosotros, y en cualquier momento, puede dejar víctimas a su paso sin pretenderlo, incluso aquel que siempre juró que jamás dañaría a nadie.
Decisiones. Trascendentes o intrascendentes, cobardes o valientes, que no solo condicionan nuestra vida, sino la de aquellos que habitan a nuestro alrededor. Decisiones y acciones que truncan el camino de los inocentes hasta convertirlos en culpables, para luego enjuiciarlos moral y legalmente como si todo, absolutamente todo, fuera producto exclusivo de su voluntad.
Pero… ¿en realidad es así?
Hace algo más de tres años, esta reflexión comenzó a apropiarse de mi pensamiento: la del poder de las decisiones —propias o ajenas— y la interacción con sus consecuencias en un juego de rol en el que víctimas y verdugos podían alternar papeles sin pretenderlo, por desconocimiento, quizás por maldad, por una despiadada presión social o familiar, o incluso por autodefensa o instinto de supervivencia. Decidí entonces, al igual que ya me ha ocurrido otras veces, alimentar el germen de esa idea profunda e interesante para crear una historia en torno a ella, convirtiéndola en novela. En novela de las que me gustan, ficticia y a la vez real, además de atemporal.
Así nació «Aquello que fuimos».
Vuelvo con esta novela a esa ficción contemporánea con la que empecé, que plasma la realidad actual, las emociones, los sentimientos, las reflexiones que subyacen a los hechos ficticios que conforman la historia, aunque sin olvidar esos matices literarios en su trama que conquistan al lector, que lo enganchan con su intriga, con sus giros argumentales e incluso con esos debates mentales que nacen a raíz de la actitud de los protagonistas y demás personajes que transitan por la historia.
Más de un año y medio en escribirla. Y otro tanto para releerla y corregirla de forma incansable hasta dejarla depurada y linda. Una novela compleja de la que me siento orgullosa y para la que hubiera deseado un respaldo editorial que le diera acceso a lectores nuevos, a aquellos que apenas frecuentan las redes ni son adeptos a la tecnología digital, sino a las librerías y demás establecimientos con aroma a papel, que gustan de tocar los libros, ojearlos y hojearlos antes de llevárselos puestos. Pero no ha podido ser, hay puertas que no se abren; pero sí cajones. Los que invitan a darle una oportunidad —aunque sea más pequeña y limitada— a novelas como esta, que merece ser compartida con esos lectores fieles que nunca fallan y a los que todo les debo. Y por qué no, a mis dos protagonistas, que quieren alzar la voz para contar sus vidas con una humanidad plena y con esa fortaleza que aporta la experiencia, el miedo, la superación, el deseo de vivir y, por encima de todo, el deseo de ser feliz.
Blanca. Fuensanta. Víctor.
Tres nombres que han estado y vivido conmigo durante mucho tiempo. Que han ido creciendo hasta hacerse grandes, conquistándome con su forma de ser y de actuar. Con su manera de evolucionar.
Ahora espero que os conquisten a vosotros. Nada me gustaría más.
El 4 de julio tenéis una cita con ellos.
Si os apetece.