Te miro a los ojos y las palabras cesan, se extravían entre un murmullo de sensaciones rebotando bajo mi piel, como átomos incontrolados de deseo y emoción. Dudo. Pero veo descender tu mirada hasta posarse en mis labios y tu corazón sonríe. Entonces me aproximo lenta, tímida, invadiendo esa distancia escasa que hemos ido acortando mientras una charla intrascendente excusaba el motivo auténtico de nuestra cita, de nuestro encuentro tan deseado. Pongo mi mano en tu cuello, suave, delicada. Y las yemas de mis dedos hablan por mí, riegan tu pulso del amor sentido desde hace tiempo. El tropiezo fugaz de nuestras pupilas me intimida. Pero sigo, agitada, nerviosa. Percibo tus dedos adentrándose en mi pelo, impidiéndome el retroceso como respuesta a un sentimiento compartido, a un deseo mutuo. Entreabro los labios e inclino mi rostro con levedad, buscándote. El contacto tibio de nuestras bocas me sume en un tempo lento y largo en el que no tiene cabida la realidad. Me siento perdida e incapaz de regresar de este valle encantado tan soñado, con los fuegos de artificio intimidando al raciocinio, atrincherado en algún lugar recóndito del que no puede salir. Mi corazón palpita hasta hacerme daño mientras dura este intercambio de emociones, transferidas de mí hacia ti, de ti hacia mí, a través de este conducto mágico que nos permite entrelazarnos con sublime intimidad. Nos cedemos parte de nuestro ser, de nuestra esencia de hombre… y de mujer. Sellamos nuestros sentimientos con este beso largo y profundo plagado de confesiones tácitas. Entre ellas, el pacto de silencio que nos acompañará cuando, al despedirnos, seamos conscientes de que todo habrá acabado sin apenas empezar, de que tendremos que vivir de este recuerdo para siempre, alimentándonos de él. Día a día.