NOCHE DE TEATRO» (2012)

Faltaban cinco minutos para izar el telón cuando un sobre diminuto penetró despavorido bajo la puerta de mi camerino. Sorprendida por tan burda intromisión e intrigada por la naturaleza de su contenido, lo rasgué tan rápido como pude decidida a leerlo someramente para continuar presurosa con mi proceso de maquillaje. El escaso sonrosado que había puesto en mis mejillas desapareció en el acto. Una sola línea escrita bastó para noquearme: “Una de las actrices secundarias es amante de tu marido”. El corazón se me desbocó y el pulso comenzó a temblarme. ¡¿Cómo diablos podría salir a escena con un amenazante ataque de ansiedad pululando a mi alrededor?!

Hice una vertiginosa recapitulación mental de todas las actrices del reparto, y conjeturando -sin temor a equivocarme- que los decrépitos atributos varoniles de mi marido clamaban ser regados con savia joven, reduje el elenco femenino a un par de figurantas voluptuosas, de carnes prietas y bien dotadas. Mis bochornos premenopaúsicos se acentuaron de forma ostensible mientras intentaba calmarme diciéndome a mí misma que todo podría ser obra de una broma de mal gusto.

Atravesé la puerta casi sin abrirla y asalté el camerino de mi marido revolviendo irreflexivamente sus enseres personales. Escruté los entresijos de su móvil a la búsqueda de comprometidos mensajes y no tardé en hallar la prueba de su escasa e insensata inteligencia. Leí y releí mil veces la grafía que aparecía impresa en la pequeña pantalla y miré un estrafalario calendario de mesa para comprobar la fecha en que acordaban marcharse. Era aquella misma noche, a las doce en punto, tras la última función. Los pasajes de avión ocultos en las entrañas de su chaqueta me daban un margen de apenas dos horas para poder reaccionar. O para dejarlo estar.

Una sarta de explicaciones a cuestiones sin respuesta me avasalló sin recato y acerté a entender porqué había mejorado notoriamente su interpretación escénica en los últimos meses. En nuestra ficticia y teatral vida marital, Ernesto me confesaba el profundo amor que le profesaba a otra mujer y su irrevocable decisión de abandonarme. Lo hacía mientras cenábamos, y su convincente actuación era un claro presagio de lo que en realidad perseguía hacer.

Sofoqué momentáneamente el tumulto de insurgentes pensamientos y traté de razonar con lucidez antes de intervenir en el primer acto. Mi orgulloso y agredido ego se resistía a perder la batalla, sin contar con que, a pesar de todo, le amaba. Pero dudaba de lo que podía ofrecerle. Haciendo un último alarde de copiosa autoestima, cerré los ojos y me enfrenté visualmente a la imagen jovial y afrutada de mi perfecta enemiga, insultantemente joven, aterciopelada y suave al placer de los sentidos masculinos, pero excesivamente amable hasta el punto de marearte y dulce hasta rayar el empalago, delgada para mi gusto y con tez de brillo exiguo. Frente a ella, yo era una mujer de pura cepa, madura, equilibrada y elegante, de noble madera y sublime crianza, y, como Ernesto me calificó una vez, armoniosa, persistente y harto agradable en mi forma de ser.

El hueco repiqueteo de unos nudillos en la puerta me advirtió de mi inminente salida a escena. Volando entre bambalinas apuré los últimos segundos para dar las oportunas instrucciones a quienes compartirían conmigo la representación teatral y me aventuré a saltar al escenario con la mente en blanco y las ideas difusas. Mi magna experiencia como prima donna melodramática me ayudó a templar la excitación y sumergirme de lleno en el personaje, aun sin poder disolver la abrumadora inquietud que me reportaba el inicio del temido tercer acto.

Evité cruzarme con la muñequita linda objeto de la traición en los profusos intermedios de la representación, y contuve el aliento desde la última izada del rojo telón hasta el momento fatídico de mi salida a escena. La ambientación teatral recreaba un entorno íntimo y acogedor, con una cálida chimenea encendida y una mesa vestida con finos bordados que apenas se vislumbraban a la tenue y romántica luz de las velas. Tomé asiento pausadamente y, ajena por primera vez a la profunda expectación del público presente, invité a Ernesto a tomar asiento como marcaba el guión. Mi marido me miró a los ojos e inclinando el cuerpo hacia delante se dispuso a recitar el texto como tantas otras noches, pero yo, desaforada y sorprendentemente tranquila, sellé sus labios con la yema de mis dedos y con un gesto elocuente lo incité a escucharme.

– Brindemos –acerté a decir con un hilo de voz-. Por nosotros, por lo nuestro y por lo que nos ha costado llegar hasta aquí. Por aquellas pequeñas cosas que han hecho de la nuestra una vida plena, carente ahora de juveniles y pasajeras emociones, pero repleta de profundos y arraigados sentimientos que ningún viento nuevo nos debería arrebatar.

Ernesto enarcó las cejas perplejo ante el extraviado guión, buscando desesperadamente las indicaciones del director teatral, que revoloteaba incesantemente entre bastidores sin saber a qué achacar mi repentina insurgencia. El mutismo absoluto del patio de butacas me animó a proseguir, y poniéndome en pie con solemnidad bajo la mirada atenta de mi marido descorché aquella botella de vino negra y camisa blanca, engalanando las finas copas de intenso color cereza y frutal aroma. Los efluvios del amor emanaron exultantes cuando nuestros labios se impregnaron del rico matiz de aquel vino, testigo de tantos y tan relevantes momentos celebrados en perfecta unión y que ahora nos permitía evocar.

De forma súbita, el rostro de Ernesto se transformó y volvió a atisbar la esencia de mi propio ser. Acarició mis manos, mis mejillas y las huellas visibles de mi madurez, y acercándose con adolescente y temerosa actitud me besó con cálida pasión, clamando desde el silencio mi indulgencia y mi perdón.

Aquella noche cambié el guión, del teatro y de mi vida, bajo el aplauso efusivo del público y del corazón.

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